Los derechos son limitados

Los derechos son limitados. Todos lo son.

Dicho así parece muy tajante, pero en realidad es muy lógico cuando uno se para a pensarlo.
Pensemos en un caso extremo: el derecho a la vida. Si fuera un derecho ilimitado supondría
que puedo exigir que mi vida sea preservada sin importar ninguna otra consideración, pero esto no es real.

No sólo por cuestiones científico-médicas, sino porque no puedo exigir que yo viva si eso supone que otro muera.

Así pues, el primer y principal límite a cualquier derecho es otro derecho: la colisión que puede darse entre derechos del mismo orden hace necesario establecer «fronteras jurídicas» entre ellos.

Pero no todos los derechos son igual de importantes: la vida es más importante que el secreto de las comunicaciones, por ejemplo.


Por tanto, toca también establecer una cierta «graduación de derechos» que no es nada fácil en la práctica, ya que poner unos por encima de otros nos parecerá fácil en unos casos y nos parecerá que no cuadra en otros.

Por ejemplo, puede parecernos correcto que la autonomía de la voluntad y la facultad de disponer del propio cuerpo son de índole superior a la integridad corporal, si pensamos en el caso del transexual que decide someterse a una arriesgada cirugía que modificará el cuerpo que tiene para adaptarlo al cuerpo que su mente y sus sentimientos le dicen que debe tener. Sin embargo, este orden entre los derechos no nos parece correcto si pensamos en una  persona que decide, por placer sadomasoquista, dejar que otro le corte una extremidad.
En ambos ejemplos he hecho primar la voluntad individual sobre la integridad corporal, pero la solución no nos parece igualmente acertada, ya que en el segundo de los ejemplos imputaremos un delito de lesiones al «amputador».

Aparece así otro límite: la legislación.
Un juez o tribunal puede acordar, en ejercicio de sus funciones y conforme a los  procedimientos legalmente establecidos, la limitación de algunos derechos de las personas, como por ejemplo la libertad (pena de prisión) o la propiedad privada (embargos y ejecución patrimonial).

La ley ha establecido también que algunos derechos puedan verse limitados por parte de la Administración, pero siempre serán menos los derechos que podrán limitarse y serán  limitaciones de menor intensidad que las que pueden acordar Juzgados y Tribunales. Así, una Administración puede ejecutar el patrimonio de un particular o incluso impedirle ejercer
cargos públicos durante un tiempo (la sanción administrativa de separación del servicio).

Además, son frecuentes los casos en que la legislación establece una serie de requisitos para ejercer determinados derechos que, en la práctica, suponen un límite para esos derechos. Por ejemplo, el derecho de acceso a la justicia se vio notablemente limitado con la vigencia de la llamada «Ley Gallardón de tasas judiciales», lo que motivó el rechazo de los sectores relacionados con la justicia hasta que las personas físicas se vieron exentas de la obligación de pago de esas tasas. Otro ejemplo podemos verlo en los sucesivos requisitos que se han creado para el acceso a la sanidad, que han supuesto que se limite ese derecho para algunas personas. O los numerosos cambios normativos que han habido para que se reconozca el derecho a percibir una pensión de jubilación del sistema público.

Este supuesto es, en mi opinión, el más grave de los que vamos a comentar, puesto que puede suponer el establecimiento de una serie de requisitos tan complejos que puede llegar a suponer una limitación indirecta de los derechos, de forma encubierta y sin las garantías que se exigen en toda limitación de derechos. Se nos dice que no se trata de una limitación sino de una regulación del ejercicio del derecho y la excusa está servida.

Un punto muy controvertido, seguramente por poco conocido, es que algunos derechos fundamentales podrían verse limitados si llegara a acordarse la declaración del estado de excepción o del de sitio, y se establece en el art. 55 de la Constitución.

Se trata de situaciones muy graves de anormalidad que afectan a la misma vida cotidiana, con riesgo para las personas y sus bienes motivados por circunstancias anómalas y excepcionales: tanto que no ha sido declarada ninguna de esas situaciones desde que tenemos democracia.
Por si alguien recuerda en este punto «la crisis de los controladores aéreos» de la Navidad de 2010 (http://www.elmundo.es/elmundo/2010/12/04/espana/1291465385.html), una apreciación: entonces se declaró el estado de alarma, no el excepción ni el de sitio, y en el de alarma no cabe suspender derechos fundamentales de las personas, por más que ciertos políticos así lo afirmaran entonces.

Es tal la anormalidad que esos estados suponen que se cree que, en aras a devolver la normalidad a la vida social, la mejor vía es suspender ciertos derechos durante el plazo de vigencia de esos estados. Dicho así suena hasta contradictorio: ¿cómo vamos a recuperar derechos si los suspendemos? Para contestar, toca explicar un poco qué son esos estados de anormalidad, enunciados en el art. 116 CE, que pueden motivar esas suspensiones de derechos.

El estado de excepción se declara por una situación tan grave que afecta al propio ejercicio de los derechos, a la normalidad de las instituciones, a los servicios públicos… de un modo tan grave que las fuerzas de orden público, por los cauces habituales, no consiguen restablecer la normalidad.

El estado de sitio implica actos de fuerza contra la soberanía española, su integridad territorial o el mismo orden constitucional que no se pueden resolver de otro modo.
Tienen en común que, es tal el desorden creado, que no se consigue organizar por los cauces ordinarios y se considera necesario tomar medidas serias por tiempo limitado, pero con una serie de requisitos que hacen difícil su declaración, y quedando toda actuación que se desarrolle durante ese tiempo bajo control de juzgados y tribunales.

Por ejemplo, podría llegar a suspenderse la inviolabilidad domiciliaria, o el secreto de las comunicaciones, debiendo en todo caso comunicar a la autoridad judicial lo que se ha hecho, cuando lo normal es que sólo pueden tomarse tales medidas por orden judicial.

Visto así, resulta que el supuesto más grave en la teoría es el que más difícilmente llegará a darse, y así debe ser, precisamente por su gravedad. Cobra muchísima importancia entonces la legislación vigente y la que se hará respecto al propio ejercicio de los derechos o que puede llegar a afectarlos, puesto que será el más frecuente caso de limitación que encontraremos.

Para terminar, un desmentido. Al inicio de esta entrada decía que todos los derechos son limitados. Se me ocurre una excepción, por ahora. 

La libertad de pensamiento no está limitada, puesto que es imposible de controlar qué piensa o deja de pensar alguien. Por ahora.
Tal vez en unos años lleguemos a poder «leer» el pensamiento midiendo las ondas cerebrales, y tal vez incluso podamos llegar a modificar los pensamientos alterándolas, pero aún no hemos llegado a tanto. Lo que sí está limitado es la expresión que de ese pensamiento hacemos,
puesto que puede afectar a los derechos de otras personas y encontrarse con la barrera del ordenamiento penal.

Es decir, somos libres de pensar cualquier barbaridad, pero expresarla en voz alta, por escrito, en medios de comunicación o redes sociales puede suponer graves consecuencias si afecta a los derechos de terceros o si supone un delito.

Pensar no tiene límites. Expresar los pensamientos, sí.

Francisco Lavale
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